jueves, 25 de diciembre de 2008

Dostoieski según Hermann Hesse


Sobre Dostoievski no hay nada nuevo que decir. Lo que puede decirse de inteligente y acertado sobre él, ya ha sido dicho, fue todo una vez nuevo e ingenioso y ya está pasado, mientras que la figura querida y terrible del escritor se nos aparece siempre rodeada de misterio y enigma cuando en momentos de desamparo y recogimiento acudimos a él.
El burgués que lee «Crimen y castigo» y que echado en el sofá extrae un agradable escalofrío de este mundo fantasmagórico, no es el verdadero lector de este escritor, tan poco como el erudito y sabio que admira la sicología de sus novelas y escribe buenos ensayos sobre su visión del mundo. Tenemos que leer a Dostoievski cuando nos sentimos afligidos, cuando hemos sufrido hasta el límite de nuestra capacidad de sufrimiento y cuando sentimos la vida como una sola herida ardiente abrasadora, cuando respiramos desesperación y hemos padecido muertes de desesperanza. Entonces, cuando miramos desde la miseria la vida, solitarios y paralizados y ya no la comprendemos en su crueldad salvaje y hermosa, y ya no queremos nada de ella, entonces estamos abiertos a la música de este poeta terrible y espléndido. Entonces ya no somos espectadores, no so mos sibaritas ni jueces, somos hermanos pobres entre todos los pobres diablos de sus obras, padecemos sus sufrimientos, contemplamos con ellos, fascinados y sin aliento, el torbellino de la vida, el molino eternamente moledor de la muerte. Y entonces oímos también la música de Dostoievski, su consuelo, su amor, sólo entonces experimentamos el maravilloso sentido de su mundo aterrador y, a menudo, tan infernal.
Dos fuerzas son las que nos conmueven en estas obras; del ir y venir y del contraste de dos elementos y polos opuestos crece la profundidad mítica y la impresionante amplitud de su música.
Uno es la desesperación, el sufrimiento del mal, la aceptación y el no oponer resistencia a toda la cruel y sangrienta brutalidad y ambigüedad del ser humano. Hay que padecer esa muerte, hay que pasar por ese infierno antes de que nos pueda alcanzar realmente la otra voz, la voz celestial del maestro. La premisa es la sinceridad, el descaro de la confesión de que nuestra existencia y humanidad son un asunto mísero, dudoso y quizás desesperado. Tenemos que habernos entregado al sufrimiento y a la muerte, toda la mueca terrible de la verdad desnuda tiene que haber helado nuestros ojos antes de poder entender la profundidad y verdad de la otra voz.
La primera voz afirma la muerte, niega la esperanza, renuncia a todos los eufemismos y alivios ideológicos y poéticos con los que acostumbramos a dejarnos engañar por poetas agradables sobre el peligro y el espanto de la existencia humana. La segunda voz sin embargo, la auténticamente celestial de esta obra literaria, nos muestra en el otro lado celeste un elemento distinto a la muerte, otra realidad, otra esencia: la conciencia del hombre. Es posible que toda vida humana sea guerra y dolor, infamia y atrocidad, pero además existe otra cosa: la conciencia, la capacidad del hombre de enfrentarse a Dios. La conciencia nos conduce también, a través del dolor y la angustia conduce a la miseria y la culpa, pero conduce fuera del absurdo solitario, insoportable, nos conduce a relaciones con el sentido, la esencia y la eternidad. La conciencia no tiene nada que ver con la moral, con la ley, puede llegar a establecer con ellas los antagonismos más terribles y mortales, pero es infinitamente fuerte, más que la inercia, que el egoísmo, que la vanidad. Muestra siempre, aun en la más profunda miseria, en la última confusión, un estrecho camino abierto, no de vueita al mundo consagrado a la muerte, sino por encima de él hacia Dios. Y el camino que conduce al hombre a su conciencia es difícil, casi todos viven siempre contra esa conciencia, se resisten, se cargan más y más, perecen de una conciencia asfixiada, pero a cada uno se le ofrece abierto más allá del sufrimiento y la desesperación, el callado camino que da sentido a la vida y hace ligera la muerte. Uno tiene que luchar y pecar contra su conciencia hasta haber pasado todos los infiernos y haberse manchado con todas las atrocidades, para por fin con un suspiro comprender el error y vivir la hora de la transformación. Otros viven con su conciencia en buena amistad, seres raros, felices e inocentes, y les suceda lo que les suceda, todo les afecta sólo desde fuera, nunca les llega al corazón, siempre permanecen puros, la sonrisa no desaparece de su rostro. Uno de esos seres es el príncipe Mishkin.
Esas dos voces, esas dos enseñanzas las he escuchado en Dostoievski en los tiempos en que fui un buen lector de sus libros, en las horas en que la desesperación y el sufrimiento me habían preparado. Hay un artista con el que he experimentado algo parecido, un músico al que no amo ni quiero escuchar siempre, así como tampoco quisiera leer siempre a Dostoievski. Es Beethoven. El tiene ese conocimiento de la dicha, la sabiduría y la armonía que no encontramos en caminos fáciles, que sólo resplandecen en caminos que bordean los abismos, que no alcanzamos con una sonrisa sino solamente con lágrimas, agotados por el sufrimiento. En sus sinfonías, en sus cuartetos hay pasajes donde entre tanta miseria y desamparo brilla algo infinitamente conmovedor, ingenuo y delicado, una intuición del misterio, una seguridad de salvación. Estos pasajes los encuentro de nuevo en Dostoievski.